Época: fin siglo XVII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
La hegemonía francesa
Siguientes:
La batalla de Blenheim

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Las excesivas ambiciones de Luis XIV, sus métodos agresivos, más la revocación del Edicto de Nantes (1685), acabaron de convencer a los países protestantes de la necesidad de una intervención directa. El emperador, ya victoriosamente libre de la ofensiva turca, España, Suecia y varios príncipes alemanes decidieron aliarse contra Francia en la Liga de Augsburgo (1685). Pero, antes que detenerse, el Rey Sol decidió una ofensiva mayor y ocupó el electorado de Colonia, para imponer un arzobispo a su medida y no de Roma o Viena, y más tarde el Palatinado, con el pretexto de defender los derechos de su cuñada, la duquesa de Orléans. Cuando, tras la revolución inglesa de 1688, el "estatúder" Guillermo de Orange se convirtió en rey de Inglaterra, tanto este país como Holanda se incorporaron a la Liga.
Desde estos momentos, Francia trató de ayudar a los Estuardo exiliados a recuperar el trono de Inglaterra, para cambiar así los intereses exteriores de ésta, enemistándola con Holanda. Pero mientras tanto tuvo que enfrentarse en ultramar a la flota holandesa. La guerra se alargó cerca de diez años más, y el agotamiento llevó a unos y otros a firmar en 1697 la paz de Ryswick, por la que Francia hubo de abandonar la mayoría de los territorios ocupados desde 1681, salvo Estrasburgo y Sarrelouis, y comprometerse a no apoyar a los destronados Estuardos. Los tratados no fueron lo gravosos que se podía esperar para Francia, porque ésta fue capaz, una vez más, de no acordar la paz con todos los aliados a la vez y de avivar las rivalidades que existían entre éstos. Así, conservó la parte de los territorios conquistados que más le interesaban, no renunció a sus pretensiones hereditarias sobre el Palatinado e impuso la condición a los príncipes alemanes de que las regiones restituidas conservaran la religión católica.

Por su parte, el problema de la sucesión al trono de Madrid, ya planteado desde la muerte de Felipe IV, requería una solución cada vez más urgente conforme pasaba el tiempo. Sin embargo, no parecía haber ninguna aceptable para la diplomacia internacional que no pasara por un reparto que evitara la formación de una nueva potencia hegemónica, lo que sucedería inevitablemente si la Corona española quedaba unida a Francia o al emperador. El heredero que reunía más derechos y así había sido señalado por Felipe IV, era su bisnieto Fernando José de Baviera, hijo de la archiduquesa María Antonia, hija a su vez de la infanta Margarita y del emperador Leopoldo I. El otro descendiente de Felipe IV, su nieto el Gran Delfin de Francia, tenía el inconveniente jurídico de la renuncia de su madre la infanta María Teresa a los derechos a la Corona española. Los siguientes en la línea de sucesión eran el propio Luis XIV y el emperador Leopoldo como nietos de Felipe III. Teniendo en cuenta que estaba en juego el equilibrio de fuerzas en Europa, en 1698 se acordó un tratado de partición secreto, que, si bien reconocía la Corona a Fernando José de Baviera, establecía el reparto de ciertos territorios entre Luis XIV y Leopoldo con la aquiescencia de Holanda e Inglaterra. La muerte de Fernando José complicó las cosas, obligando a un segundo reparto en 1700 entre el candidato francés y el austriaco. Con estas perspectivas, Carlos II testó a favor del duque de Anjou, segundo nieto de Luis XIV, el único que le parecía capaz de conservar la integridad de los territorios hispánicos.

Pero este último dio una vez más pruebas de prepotencia, en vez de la diplomacia necesaria para tranquilizar a las demás potencias que en principio habían aceptado el testamento. Inmediatamente ocupó las plazas fuertes de los Países Bajos y provocó la formación de la última coalición contra él, en este caso firmada en La Haya en 1701, y de la que formaban parte, además del emperador que presentaba la candidatura de su segundogénito, el archiduque Carlos, Inglaterra, Holanda, Portugal, Dinamarca, Saboya y la mayoría de los príncipes alemanes.

La guerra estalló en 1702, y se llevó a cabo sobre todo en la línea fronteriza entre Francia y los aliados, que se encontraban en una situación claramente ventajosa, al atacar a su enemigo por varios frentes de forma simultánea. Dentro de España la guerra se desencadenó más tarde entre los partidarios del archiduque, esencialmente la Corona de Aragón, y del duque de Anjou, esencialmente Castilla, que resistía difícilmente, ante al ataque inglés en 1708 a sus costas y por la frontera portuguesa, a pesar de haber reconquistado Valencia, Aragón y parte de Cataluña tras la batalla de Almansa en 1707. Sin embargo, en 1710 la victoria de Brihuega-Villaviciosa permitió remontar al ejército de Felipe V una guerra que parecía irremediablemente perdida. En la Península, sólo Barcelona resistía.

En 1711 la situación internacional dio un quiebro por razones ajenas al campo de batalla. Al emperador Leopoldo había sucedido en 1705 su hijo mayor, José I, que murió a su vez sin descendencia en 1711. Por tanto, su hermano menor, el archiduque Carlos, se convertía en el emperador Carlos VI, con gran disgusto de sus aliados, ya agotados por una larga guerra, en la que habían participado sobre todo para mantener el equilibrio europeo, ahora de nuevo amenazado por una posible reproducción del Imperio de Carlos V. Inglaterra, sobre todo, se mostrará decididamente partidaria de terminar una guerra que la agotaba económicamente y que causaba gran descontento en la población por la elevación de impuestos que sufría, firmando en 1711 con Francia los preliminares de paz, en los que reconocía a Felipe V como rey de España. La guerra irá languideciendo ante el desinterés de unos y el agotamiento de otros hasta que en 1713 se inicien en Utrecht, bajo iniciativa inglesa, las negociaciones de paz, que se completarán con una serie de tratados parciales entre unos y otros contendientes. En 1714, Austria aceptó en Rastadt los acuerdos de Utrecht, terminando así definitivamente la guerra.

En Utrecht-Rastadt se ratificará el equilibrio europeo. Ninguna de las grandes potencias tendrá el poder suficiente para imponerse a las demás, y se crearán además unas potencias medianas, Estados tapones que obstaculicen que cualquier veleidad hegemónica pueda llevarse a efecto. Los Borbones lograrán al fin situar a Felipe V en el trono español, pero éste habrá de ceder al emperador gran parte de los territorios europeos extrapeninsulares: Países Bajos, Milán, Nápoles y Cerdeña. Así, los largos años de guerra no impedirán el reparto de los territorios de la Monarquía española, como varias veces se había acordado previamente. Las nuevas posesiones italianas de Austria, más las conseguidas en su frontera sudoriental en Karlowitz (1699) y Passarowitz (1718), desviarán en buena parte sus intereses desde el Imperio al mundo mediterráneo. Francia, por su parte, logró al fin romper el cerco de los territorios Habsburgo y afirmar sus fronteras al conservar Lille y Estrasburgo.

El equilibrio se refuerza, además, con la creación de una barrera preventiva alrededor de Francia, que le impida desbordar fácilmente sus fronteras. A ello se debió la cesión de los Países Bajos a Austria, y a ello también el fortalecimiento de dos Estados medianos, Prusia-Brandeburgo y Saboya, que tendrán en el futuro un gran papel como catalizadores de la unión alemana e italiana. Prusia, que ya en el siglo XVIII se convertirá en una potencia de rango superior, conseguirá la dignidad real y el principado de Neuchâtel, en Suiza, y la Alta Güeldres. Víctor Amadeo II de Saboya también conseguirá el título de rey y acrecentará sus territorios con Niza y la isla de Sicilia, aunque posteriormente trocará Sicilia por Cerdeña, en favor de Austria, que mantendrá en Italia el Reino de Nápoles y Sicilia y el Milanesado con Monferrato, segregado de Mantua. Finalmente, Holanda ampliará sus territorios a lo largo de su frontera con los Países Bajos, y Portugal recibirá parte de la Guayana francesa.

La gran vencedora será Gran Bretaña, que consolidó su posición como potencia marítima y comercial. En el Mediterráneo conservará Menorca y Gibraltar, conquistadas a España en el transcurso de la guerra, y le arrebatará la concesión del envío de un barco anual a las Indias españolas (el navío de permiso) y el derecho del asiento de negros en las mismas colonias. Francia renunciará al apoyo a los Estuardos y reconocerá a la nueva dinastía Hannover, que reinará en Gran Bretaña desde 1714, además de cederle la isla de San Cristóbal, en las Antillas, y los territorios alrededor de la bahía del Hudson, Acadia y Terranova, donde no conservará más que el derecho de pesca.

El equilibrio europeo quedó así asegurado durante cerca de un siglo. En el Continente, Francia, Austria, Rusia y enseguida Prusia serán potencias similares que se contrarrestarán mutuamente. Inglaterra dominará ya claramente en el terreno económico, teniendo difícilmente rival en el dominio marítimo, y la Monarquía española, después de la desmembración de sus territorios, y a pesar de cierto restablecimiento bajo los gobiernos ilustrados, habrá quedado definitiva e inexorablemente relegada a un lugar secundario.